El Campamento de Fútbol

    Si, aún lo recuerdo como si fuera ayer. Limpiaba con entusiasmo los viejos y raídos zapatos de fútbol, y no, no crean que era cualquier tipo de zapatos, estos me lo habían comprado mis abuelos en una de esas navidades inciertas en que no sabes que te van a regalar. Oh, mi viejo abuelo Octavio, quien siempre fumaba su pipa cerca de la radio para escuchar los vibrantes partidos del equipo de la ciudad. Aunque mi abuela, Mariana, le pedía que bajara el volumen, siempre el desgastado equipo eléctrico, se desplazaba por la fuerza de las ondas que salían del parlante. 

     El viejo sabueso a los pies de mi abuelo, jamás lo vi tan siquiera parpadear con la llegada de cualquier extraño, siempre estaba con mucho sueño, incluso cuando le correspondía aproximarse al viejo platón para consumir los restos de comida que mi abuela le colocaba. Siempre mi abuelo decía que algún día llegaríamos al primer lugar. Era un equipo que del sótano de la clasificación no salía. El milagro era que jamás descendió de categoría pero tampoco llegó a jugar una final.

    La visita de aquel hombre de sombrero de alas anchas, fue memorable para mi. Lo había estado observando llegar a la cancha de la Escuela, donde cursaba el quinto grado. A punta de ganas, mis compañeros del equipo más popular del pueblo, sin uniforme de lujo ni zapatos de marca, entregábamos todo en la cancha y nos manteníamos en el primer lugar. Muchos decían que era porque yo era el alma y corazón con los goles que lograba realizar en el marco rival. Sea cierto o no, ese hombre misterioso había llegado una semana y no dejaba de mirarnos todas las tardes al salir de la Escuela, en los juegos que se desarrollaban emulando campeonatos mundiales de Fútbol.